Cuento



LOS SALVAJES Y EL TIGRE



Cuatro salvajes, de cuatro tribus enemigas, entraron en una cueva persiguiendo, cada cual por su parte, a un corzo; y al querer salir, les cerró el paso un tigre. Escarbaba, llenaba el suelo con los ojos, se ovillaba, centelleante…
Y por fin dio un prodigioso salto.
-¡Defendedme!- dijo uno de los salvajes, agonizando en las garras de la fiera.
-¡Defiéndete tú, que a ti te come!- respondían entre dientes los otros.
-¡Defendedme!- dijo otro salvaje, al verse a su vez para morir.
-¡Defiéndete tú!- respondían trémulos los otros, esperando que la fiera se saciase ya.
-¡Defiéndeme!-dijo el tercer salvaje, echando chorros de sangre por el cuerpo.
-¡Defiéndete tú!
-¡Defendedme!- gritó el último salvaje, al verse solo ante la sanguinaria fiera.
Nadie respondió. Hubo un silencio grande. Entonces el último salvaje comprendió que, en estos casos, defender a los demás es defenderse a sí mismo. Pero era ya tarde.
Cuando un tirano quiere matar a una persona, todos los demás, sean de la tribu o del partido que sean, si quieren defenderse a tiempo, deben defenderle.
Si no, lo que les queda de vida vivirán como salvajes, temblando siempre, nunca seguros de la injusticia.
Y morirán de mala manera, comprendiendo tarde, como el último salvaje.


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      ""Ahora recuerdo, ahora que hace sol, mi primer “1º de Mayo”; y tengo pena, y tengo un profundo contento que no puedo quitar, de dentro que  se me mete, ahora que estoy para quedarme triste.
        Había reñido con mi pobre padre, que en paz descanse. Salí de casa, las sienes dándome punzadas, y unos vecinos debieron reparar en mis ojos que me había pasado algo.
        Atravesé unas calles; quería ir lejos, a estar conmigo; pero en esto oí rumores como de olas, luego cantos, luego vivas. Seguí adelante, y muchos hombres y mujeres vi que iban cantando en paz cantos de guerra. Yo no les conocía, pero me uní a ellos; porque los conocía ya más que de vistas, canté con ellos, sin saber bien sus canciones, y me olvidé de todo entonces, de mis terribles luchas con todo. Vi a mi alrededor rasgos de hombres de voluntad, de gentes que trabajaban y andaban a la inclemencia, de gentes que querían, con fe en la carne redimida.
        Había allí, aún en medio del dolor y la flacura de ciertos semblantes, algo que no era decadente, de instintos combativos. Me dije:
-¡Estos también habrán reñido con sus padres!...
         En las aceras, entre curiosos, observe miradas insistentes.
- ¡Es él! ¡Pobre familia! ¡Que vergüenza! ¡Entre que gentes va! ¡Se ha vuelto loco!-. Todo esto y más oí. Los puños se me cerraban; tenia ganas de pegarme con aquella hilera de maricas de oficina y de mercaderes natos, que hasta eso del alma lo miran como un negocio, como unas cuantas acciones a cobrar arriba, que no pueden cobrar ni después de morir.
           Entonces volví a mí, vi  la realidad, recordé. Mi padre me había dicho:
-¡Eres un mal hijo! ¡Estas deshonrando a la familia! ¡Loco, loco!-. Me lo había dicho con toda su alma, y yo, con toda mi alma, había pensado en aquellos libros que él me solía leer, en  Juan Sin Fin, en Brazo de Hierro, en muchos otros, donde los héroes, héroes de corazón de niño, sacaban la cara por los débiles, les libraban de ogros y de pigmeos.
          Luego,  por la noche,  antes de irme a la cama, en otra casa, pero con orgullo generoso, me estuve diciendo “¡Padre mío, que equivocado estas!” Y dormí con el mejor  sueño que había tenido, en la casa de un hombre de corazón, que también  dice que fue echado de casa por mal hijo.
        ¡Ah, malos hijos, hermanos míos, cuanta  gente de esa negra se nos mete en nuestras familias a desasnar en el camino de nuestra vida espiritual, donde los hijos, cuando los padres se paran, tienen el deber de seguir por ellos adelante, mas allá, que es como se les honra, siempre, siempre, y de llenar de cariño todo el trecho que les separa!


EL VIÑADOR Y EL BUEY
          Un gusanillo salió de su huevo, arrastrándose, y aún no había dado la primera mordedura de su vida, cuando cayó en los dedos del viñador.
-¿Qué mal te ha hecho para que le aplastes?- mugió un buey sentimental que por allí estaba paciendo.
-Ninguno todavía, que yo sepa- repuso el viñador.
-Le mato amigo buey, porque es un cóchilis. Le mato por previsión. No porque me haya hecho ningún mal, sino por el mal que el pobrecito, si había de vivir, había de hacerme. Ese gusanillo es mi verdugo y, para no dejarle, me veo obligado a ser el suyo.
-¡Cómo! ¿Qué dices? ¿Tu verdugo un gusanillo de nada? ¿Eres, pues, además de injusto, mentiroso, y además de mentiroso torpe? ¿Piensas que te voy a creer? ¿Por qué animal me has tomado? ¡Tu verdugo un gusanillo!...
-Sí, mi verdugo, señor buey, a menos que me adelante yo a ser el suyo. Su vida es la muerte de mis viñas, de las cuales vivo; es mi ruina, es mi muerte. ¿No sabes qué es un cóchilis? Ese gusanillo, dejándole, devoraría mis uvas, luego se arrinconaría, se volvería mariposa y, de mariposa, daría vida de docenas de gusanos voraces y éstos a miles, a millones, a quinquillones. Entonces, adiós uvas. Matándolo a tiempo, antes de su primer mordedura, le hago el bien de morir inocente. Este cóchilis ha muerto sin hacer mal a mis uvas, a mí, ni a la alegría humana.
        El buey sentimental, entre que el viñador le decía estas razones, lanzaba, para no oírlas, mugidos absordantes, y coceaba. En una de estas coces protestantes aplastó a un benéfico escarabajo que, sabia y pacientemente, arrastraba su pelota maternal de boñiga por el yerbazal.
Violo el  viñador y, dirigiéndose al quejumbrón e indignado buey, le dijo:
-¿Qué mal te ha hecho este escarabajo?
-¿Qué escarabajo?
-El que acabas de aplastar de una coz.
-¿Yo?
-Sí; mírate a las patas.
        Mirose el buey a las patas, viendo espachurrado en ellas el cadáver del saneador paciente de la atmósfera, dijo con un desgaire que nadie diría que puede tener un buey:
-¡Bah! Ha sido un descuido.
       ¡Cuántos hay ignorantes sensibleros que no matan ni por previsión cochilis, mientras matan por descuido escarabajos!


LA CIZAÑA
""Érase un hombre que poseía un arrozal que había heredado de su padre.
Un día vió que la cizaña  había invadido su campo de arroz.Y se puso a cortarla.
Pero era tan grande  el campo que esto le llevó mucho tiempo. Tanto que, cuando creyó haber terminado su labor, comprobó que la cizaña había rebrotado en la primer parte del campo.
Otra vez se puso a trabajar.
Y otra vez, en lugar de arrancar la cizaña, se limitó a cortarla. Pero,  arrancándola de raíz,  se corría el riesgo  de arrancar también alguna que otra mata de arroz. Y no, eso no quería.
De manera que la cizaña crecía y recrecía a poco de cortarla.
Pronto se multiplicó y cundió tanto que el grano bueno, ahogado por ella, apenas llegó a florecer en este otro terrón. Mísera fue la cosecha.
Y al año siguiente las malas hierbas, cuyas raíces nuestro hombre no arrancó y quemó, habían cundido de tal manera que no había allí sitio donde sembrar un grano.

Muchos hombres son como éste, muchos.
Se apuran ante un mal, se preocupan vivamente de aliviarle; pero no cuidan de buscar sus causas, y, si las conocen, nada hacen por suprimirlas. De modo que, a pesar de cuidados que parecen buenos, el mal crece y más crece. Hasta que ya es imposible extirparlo, porque ha invadido todo el organismo como la cizaña el arrozal. ""



Sacado de "Fabulas del errabundo" de Tomas Meabe
(para saber más sobre este escritor: http://www.euskomedia.org/aunamendi/93846 )

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